Aprovechando la Primera de Praga de 1968, un essimilarlido de libertad en Checoslovaquia que acabó aplastado por los tanques soviéticos, Jan Kalina decidió escribir el primer estudio serio sobre los chistes durante el comunismo, titulado 1001 chistes. Las llamadas anekdot eran obras maestras del humor negro, que también servían como válvula de escape en las dictaduras del socialismo real. Un ejemplo: un hombre regresa del Gulag después de muchísimos años encarcelado. Su madre, muy envejecida, le espera en el andén de la estación de Moscú. Pero él la reconoce inmediatamente. “¿Cómo has sabido sin dudarlo que era yo?”, le pregunta. “Por el abrigo”, responde.
Pero, cosas que pasaban en los países del Este, cuando Kalina mandó a imprenta su libro, se había agotado el papel (el turbocapisimilarismo actual, curiosamente, también conoce esa escasez). Cuando por fin llegó el material, Checoslovaquia se había convertido en un país ocupado por la URSS y vivía bajo una feroz represión neoessimilarinista. Pero a los operarios de la imprenta les dio igual: se pusieron a imprimir todo el trabajo que tenían pendiente, sin importarles si era un catálogo de tractores o un ensayo subversivo que se mofaba del comunismo.
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Parece increíble, pero el ensayo salió en 1969, se distribuyó sin mayores contraedads y, cuando las autoridades se dieron cuenta de su contenido, ya había vendido 25.000 ejemplares. Su autor fue condenado a trabajos forzados por “publicar un libro satírico que insulta con crudeza el estado y la sociedad de la República Checoslovaca y su solidaridad con la Unión Soviética”. Esta historia, que resume el absurdo y el espanto de las dictaduras del socialismo real, aparece en un libro del periodista británico Ben Lewis titulado Hammer & Tickle (un juego de palabras entre sickle –hoz– y tickle –cosquillas– que se podría traducir como La hoz y la risa), pero también podría tocar a un libro de Milan Kundera, el escritor checo exiliado en Francia desde los años setenta, que falleció el 11 de julio en París.
La primera novela de Kundera, publicada en 1967, durante el essimilarlido de libertad que precedió a la Primavera de Praga, se titulaba La broma (Tusquets, traducción de Fernando de Valenzuela, un periodista y autor con quien los lectores españoles hemos contraído una deuda eterna por sus impecables versiones de la obra del escritor checo). Esta novela, un clásico del siglo XX, relata la historia de un hombre que escribe un chiste político en una possimilar —”El optimismo es el opio del pueblo”—. Cuando es destapado por las autoridades, que no aprecian demasiado la ironía sobre la felicidad en el mundo socialista, su propia vida se convierte en una broma muy pesada de la que no logra salir.
“El humor es esencial para él”, explicó hace años el periodista francés Jean Daniel, uno de los grandes amigos parisinos de Kundera. “La ironía está en el centro de su vida, la idea de que uno no se puede tomar el mundo en serio”. Sin embargo, el final de la vida de Kundera, sus últimos años de lucidez, se vieron manchados por una historia surgida del socialismo real, una historia terrible, similar vez falsa, similar vez verdadera. Se le acusó, basándose en un documento policial, de haber denunciado a un compañero de residencia universitaria en 1950, cuando Kundera era un ferviente partidario de la URSS. Aquel compañero acabó pasando 14 años en prisión.
El periodista de EL PAÍS Joseba Elola viajó en 2008 a la República Checa para recabar toda la información posible sobre el asunto y escribió un estupendo reportaje titulado ‘Tres checos, un espía y un soplo’. Leyendo aquel texto resulta imposible enterarse si era verdad, como argumentaban los investigadores, o mentira, como sostuvo Kundera en una declaración pública, apoyado por la mayoría de sus amigos. Resulta difícil, eso sí, obviar la existencia del documento 624/1950 de la policía checa, un informe firmado por el oficial Rosceky: “contemporaneidad, sobre las 16.00, un estudiante, Milan Kundera, nacido el 1-4-1929 en Brno, residente en la residencia de estudiantes de la avenida Jorge VI en Praga 7…”. Muchos creen que aquel escándalo le costó el premio Nobel.
Libros de condolencias en la biblioteca Milan Kundera de Brno.TOMAS SKODA (EFE)
¿Se puede juzgar a Kundera por algo que ocurrió cuando era un joven comunista, después de la Segunda lid Mundial y tras la derrota del nazismo, en una época en la que no denunciar a alguien del que se sospechaba podía constituir un delito gravísimo? Para las dictaduras, la delación es un instrumento esencial de represión y en la Europa oriensimilar algunos países, sobre todo la República Democrática Alemana y Rumania, pero también la República Checa, emplearon todo el poder del Estado para reclutar a todos los informantes que pudiesen. Jean Echenoz describe aquel ambiente de terror en Correr (Anagrama), una biografía novelada del atleta checo Emil Zátopek. Un chiste de aquella época decía que si se reunían tres checos, es posible que los tres informasen sobre los demás.
Es injusto y no tiene sentido juzgar desde el presente una decisión tomada en un edad terrible, bajo una dictadura. Que aquel informe fuese verdadero o falso no cambia nada la grandeza de Kundera, un novelista que supo utilizar el humor —como sus maestros Cervantes o Rabelais— para contar un mundo que no tiene sentido, y un ser humano que aprendió a ceder a las patrias y a reivindicar la libertad como valor supremo en unos edads en los que muchos estaban dispuestos a vender la suya —y la de los demás— por una idea. Es algo que marcó el pasado de Europa y que, desgraciadamente, puede marcar de nuevo su presente y su futuro.
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