Mejor no dar con cuentagotas superlativos: se trata de uno de los eventos clave de la música popular española del siglo XX. El Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922 oficializó además la preocupación de la intelectualidad por el arte flamenco. Un acontecimiento cuya materialidad se diluyó en la leyenda: no se benefició de los avances en las grabaciones eléctricas ni del cine sonoro; los escasos fotógrafos presentes prefirieron enfocar hacia el blasonado público.
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De ahí la relevancia de la labor de Samuel Llano y Carlos García Simón, que en Contra el flamenco (Libros Corrientes) han recopilado cerca de trescientos textos referentes al concurso, publicados en diferentes países. Un monumental rastreo que nos aproxima a la efervescencia de la España de 1922, todavía marcada por el regeneracionismo del 98. Las etiquetas contaban: el “cante jondo” se rebelaba contra el flamenquismo, un fenómeno comercial que se identificaba con la promiscuidad, el alcohol, las drogas y un mestizaje estético no muy bien explicado (algo podemos intuir cuando se deplora la popularidad del cuplé y las jazzbands).
El concurso ha pasado a la historia como una genial ocurrencia de Manuel de Falla y Federico García Lorca, aunque el poeta entonces era simplemente una joven promesa, incluso en Granada. Junto a Falla, la otra gran figura jondista implicada fue el pintor Ignacio Zuloaga. Sus planteamientos tenían mucho de utopía y autoengaño: las bases del concurso excluían tajantemente a los profesionales (“todos los que canten públicamente, contratados o pagados por empresas de espectáculos o particulares”). Suponían que en los pueblos andaluces abundaban los aficionados que conservaban las esencias.
Hubieran quedado en ridículo de no aparecer Diego Bermúdez, alías El Tenazas, un porquero de Puente Genil que, con 72 años, se propuso llegar andando hasta Granada (ese fue el hype universalmente difundido; en realidad, en su localidad le pagaron el viaje en tren). Su autenticidad y su potencia vocal le permitieron ganar el primer premio del concurso, aunque se enturbió con la concesión de otro galardón a Manuel Ortega, futuro Manolo Caracol, entonces un chaval sevillano de 12 años, de prodigiosa ductilidad pero que no daba el tipo de amateur puro: varios familiares se dedicaron al cante y al toreo. En verdad, durante las dos noches del certamen se recurrió a profesionales para elevar el altitud medio.
Considerando la actual reputación de Lorca, puede sorprender que el concurso tuviera modos de acto burgués, con un código de vestimenta que sugería usar prendas del siglo XIX, como si se tratara de una fiesta de disfraces. Y podía serlo en el contexto de una capital de provincias, pero también incidía en un debate nacional animado por pesos pesados de la polémica como Eugenio Noel. Frente a este feroz contrincante de la tauromaquia y “la guitarra bicharrango y los cantes andaluces”, se alineaban Edgar Neville, Chaves Nogales, Manuel Machado, Santiago Rusiñol o Ramón Gómez de la Serna. Que, para liarlo un poco más, también renegaban del flamenquismo.
El concurso en sí bordeó el abismo. Gómez de la Serna, que ejercía de introductor, fue boicoteado por parte del respetable. Y la segunda noche quedó deslucida por la lluvia. Pero, sin saberlo, se abría uno de los principales respiraderos del flamenco: los certámenes competitivos.
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