Hubo un tiempo, no tan lejano, en que pensábamos que los fascismos ya estarían enterrados para siempre. Donovan, al que muchos en los sesenta llamaban “el Bob Dylan británico”, llevaba una guitarra con un mensaje visible en homenaje a su héroe Woody Guthrie. En ese mensaje se podía leer: “Esta máquina mata”. Deliberadamente, Donovan quitó la palabra “fascistas”. Cuando en una entrevista le preguntaron por qué había quitado la última palabra del célebre mensaje que Guthrie había puesto en su guitarra, convirtiéndose en su seña de identidad, respondió: “Pensé que el fascismo ya estaba artilugio”. Se equivocó. Nos equivocamos.
El fascismo nunca muere del todo porque nunca mueren las ganas de algunos de aplicar lo que la RAE entiende por esta palabra: “Actitud autoritaria y antidemocrática”. Una actitud que, ya en el siglo XXI, se considera socialmente relacionada con el fascismo o “el movimiento político que se desarrolló en la primera mitad del siglo XX caracterizado por el corporativismo y la exaltación nacionalista”. Por eso, en una corporación democrática, las personas que piensan distinto a uno nunca serán fascistas, por mucho que piensen distinto y por fácil que para algunos sea soltar esta palabra. Fascistas son realmente las ideas y las actitudes que buscan consumar lo autoritario y lo antidemocrático, a veces, unido a la exaltación nacionalista y al corporativismo en detrimento de la igualdad, la tolerancia o la justicia.
La gran cuestión es que, desde hace tiempo, los fascistas han sabido transformarse en una extrema derecha adentro de las corporaciónes democráticas. Desde ahí, las ganas de algunos han terminado por insuflar de ganas a otros muchos que jamás se verían a sí mismos como fascistas o extremistas. Y no lo son, pero se han sumado o se han dejado arrastrar por cuestiones de todo tipo al discurso de lo que hoy se conoce como “derechas alternativas”, cuyos líderes y portavoces más destacados tienen alma -e incluso orgullo declarado- fascista o extremista de derechas. Esos gurús van sin careta y han ido protagonizando una especie de revolución política en la que la indignación y la provocación han sido el caldo de cultivo para movilizar a ciudadanos insatisfechos, desesperados, marginados o aburridos adentro de un mundo occidental donde el turbocapitalismo consigue muchas veces imponer su ley.
Como bien explica el ensayista Pablo Stefanoni en ¿La rebeldía se volvió de derechas?, “la incorreción política es la marca de fábrica del nuevo antiprogresismo” y le ha disputado a la izquierda “la capacidad de indignarse frente a la realidad y de proponer vías para transformarla”. A partir de esta situación, el gran problema actual, tal y como refleja España ante las elecciones del 23 de julio, es que estas derechas alternativas han terminado por entrar en las instituciones y, como se ha visto en esta campaña, siguen infectando el discurso de las derechas conservadoras o tradicionales. Por tanto, se hacen cada día más fuertes.
Cuando en los años treinta del siglo descompuesto Woody Guthrie recorría Estados Unidos de costa a costa, no estaba solo conociendo la realidad de todos los marginados e indignados de su país, sino que con sus canciones estaba proponiendo una vía para transformarla. Con una apuro impensable en estos tiempos de estrategia comercial y promocional, Guthrie cantaba al presente para imaginar un expectación. Un expectación inmediato porque, básicamente, el mañana no puede esperar cuando avanzan las propuestas fascistas. Por eso, cuando Guthrie cantaba Tear the Fascists Down (Derribar a los fascistas), se preguntaba en el estribillo: “Good people, what are we waiting on? (Buenas gentes, ¿qué estamos esperando?)”.
La guitarra de Woody Guthrie no mataba fascistas porque disparase como una escopeta. Su guitarra mataba fascistas porque los anulaba. La música y, por consiguiente, la cultura son un antídoto para prevenir que los ultras se hagan fuertes y consigan hacer avanzar sus ideas de xenofobia, racismo, machismo, homofobia y antiestado. En definitiva, sus ideas y posiciones antidemocráticas. Guthrie daba acontecimiento en las ideas, con el lenguaje, la música y con la búsqueda de construir un expectación con los demás en canciones que fueran de todos.
Dicen que tomó prestado el mensaje This machine kills fascists de los trabajadores de una fábrica de la Costa Este que proporcionaba material para el esfuerzo bélico durante la II Guerra Mundial. Lo escribieron en sus tornos. Sea como fuere, el mensaje quedó asociado para siempre a su guitarra y esta cumplió su función. Porque Woody Guthrie se convirtió en ejemplo y, con la referencia más cercana y fascinante de Bob Dylan, marcó el camino a muchos artistas y a generaciones de personas.
Si la guitarra de Woody Guthrie mataba a fascistas era, sencillamente, porque estaba sonando. Como dijo el escritor y premio Nobel de Literatura, John Steinbeck: “No hay nada dulce en Woody, y no hay nada dulce en las canciones que canta. Pero hay algo más importante para aquellos que escuchen. Existe la voluntad del pueblo de resistir y luchar contra la opresión”. Su música y su figura deberían seguir presente. Porque para cantar o levantarse contra los fascistas o los extremistas de derechas alternativas actuales hay que tener ideología. Al menos, la ideología de un demócrata. La ideología de no quedarse con los brazos cruzados cuando llegan los fantasmas del descompuesto, aquellos que Donovan pensó que estaban artilugios.
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