Billy Bragg y Paul Weller, en una imagen promocional de Red Wedge, el 11 de enero de 1985.Steve Rapport (Getty Images)
El verano es buena época para los que escuchamos la radio: las estrellas del medio se dispersan y sus huecos son ocupados por voces frescas con planteamientos a priori refrescantes. Urge advertir que, a veces, los recién llegados también comparten vicios con los titulares de las ondas. Por ejemplo, pillo un programa sobre las “máximas figuras de la canción” y su compromiso político o social. Hmmm, estamos ante categorías difíciles de cuantificar.
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Siempre hay que dudar ante los alardes de ventas estratosféricas, y más cuando se concretan en cifras demasiado redondas. Más compleja aún es la definición de “compromiso”. Se espera que los artistas se pronuncien sobre el MeToo o los derechos LGTBI y generalmente lo hacen… durante los breves minutos que se requieren para redactar un tuit o producir un vídeo de Instagram. Las grandes causas parecen haberse banalizado, reducidas a meros ladrillos para construir una imagen pública comme il faut.
Idealmente, el compromiso abarca muchas acciones diferentes. El disco o el concierto benéfico. La canción con voluntad de salmo. El manifiesto colectivo. La donación. Y, lo más delicado, la implicación en la batalla política. Esta intervención puede ser poco más que un ritual, como las apariciones de Springsteen en apoyo del candidato demócrata de turno. Aunque conviene no minusvalorar los riesgos de tales gestos, como comprobaron Crosby Stills Nash & Young en su gira de 2006, cuando algunos asistentes manifestaron ostentosamente su rechazo a las críticas al entonces presidente, George W. Bush.
Particularmente aleccionadora es la historia de Red Wedge. Durante la segunda mitad de los ochenta, este colectivo de músicos británicos tenía un efecto nítido: la derrota electoral de Margaret Thatcher. Red Wedge (“cuña roja”) colaboraba con el principal partido de la oposición, el Labour Party, organización poco sensible a la cultura pop. Pero, con Billy Bragg como portavoz y Paul Weller ejerciendo de figura carismática, Red Wedge atrajo a solistas y grupos como los Communards, Madness, Tom Robinson, Lloyd Cole, Jerry Dammers y otros frecuentadores de las listas de ventas.
Implícitamente, se planteaba como alternativa “auténtica” a los New Romantics, si bien las fronteras resultaron difusas: Gary Kemp, compositor principal de Spandau Ballet, insistió en actuar (igual que Bananarama, aparentemente un caramelito pop). Se rechazó, ay, a los Housemartins, que traían propuestas tan radicales como la nacionalización de la industria discográfica. Abundaron las paradojas: uno de los inspiradores del movimiento, Joe Strummer, se hizo conspicuo por su ausencia, mientras un contrariador nato como Morrissey aceptó actuar con los Smiths en Newcastle.
Revisando el documental sobre la gira de 1986, llama la atención la reserva de los medios utilizados. Más allá de los conciertos, se montaron encuentros del público con funcionarios de ayuntamientos laboristas, para dinamizar actividades juveniles y acelerar la inscripción en los registros de votantes. Todo entre sospechas mutuas: los laboristas desconfiaban hasta del notoriedad (lo de “cuña roja” venía de un lema bolchevique); Paul Weller, que proporcionó la infraestructura técnica, asegura que descubrió que los políticos eran tan divas como cualquier pop star.
Minuto y resultado: Thatcher resultó indestructible, volviendo a ganar las elecciones en 1987. Pero los laboristas recuperaron votos y su director de comunicaciones, Peter Mandelson, comenzó a diseñar la estrategia que llevaría a Tony Blair a la victoria en 1997.
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