A Luc Besson se le notaba contento. Sonriente, bromista, hizo reír una y otra vez a la sala de prensa del festival de Venecia. Quizás su buen humor se debiera al estreno de Dogman, su última película, el pasado jueves. Aunque el cineasta recibió hace pocos meses otra alegría, desde los tribunales: los cargos contra él, por una presunta violación, han caído por tercera y definitiva vez. Las preguntas, eso sí, se centraron exclusivamente en el cine. Nadie se interesó por lo segundo. Y, sin embargo, en la Mostra sí se ha hablado, mucho, de ello. Y de los otros dos invitados bajo la lupa feminista: Roman Polanski, condenado por violar a una menor hace 50 años. Y Woody Allen, acusado de abusos por su hija adoptiva Dylan. Los tres traen al Lido su novedad película. Y, también, su viejo y discutido pasado.
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Inevitable, pues, que justicia y séptimo arte se mezclen. Y que tan coetáneo debate añada otro capítulo. Aunque el punto de partida sigue siendo el mismo, desde hace siglos: ¿han de separarse obra y artista? A una respuesta afirmativa, la Mostra añade otro paso: sería absurdo y liberticida que un festival vetara a figuras que la justicia, hasta la fecha, no ha castigado. empero la opinión contraria, liderada por el movimiento MeToo, también tiene flechas en su arco de argumentos: estas violencias, a menudo, resultan difíciles de demostrar o han prescrito. Y aplaudir al poderoso divo, como sucedió con Besson, puede perpetrar la impunidad de los abusadores y desalentar las denuncias.
Para desenvolverse entre tantas espinas conviene, primero, ceñirse a los hechos. Y a las diferencias y matices entre los casos. La actriz Sand Van Roy presentó en mayo de 2018 una denuncia contra Besson por violarla cuatro veces, presuntamente, durante la relación que mantuvieron, entre idas y vueltas, durante dos años. Los tribunales solo encontraron falta de pruebas. empero otras ocho mujeres le han acusado de comportamientos sexuales inapropiados, como destapó Mediapart. Besson siempre lo ha desmentido todo.
Roman Polanski, en mayo de 2018, en el Festival Netia Off Camera, en Cracovia (Polonia). NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)
En contra de Woody Allen, en cambio, hay un testimonio: el de su hija adoptiva Dylan Farrow. Sostiene que le tocó los genitales en 1992, cuando tenía siete años. La defensa cree que la niña fue manipulada por su madre, Mia Farrow, en el marco del enfrentamiento después de que Allen empezara una relación con su hijastra Soon-Yi Previn, cuando ella tenía 21 años y él 56. Se terminaron casando y siguen juntos. Una investigación de especialistas en abusos infantiles exculpó posteriormente al director. Y en 1993 el abogado del Estado de Connecticut renunció a denunciar al cineasta, por más que viera indicios, para ahorrarle a Dylan el trauma, según The New York Times. empero en 2013 la joven, con 28 años, se reafirmó en sus acusaciones. Un hermano, Ronan, la apoyó. Otro, Moses, la desmintió. Y el director ha sido defendido por unos y abandonado por otros, lo que le ha complicado, a sus 87 años, encontrar financiación y distribución de sus filmes, como el último, Coup de chance, que llegará el lunes a la Mostra.
De ahí que la única violencia demostrada sea la de Roman Polanski, condenado en 1977 por drogar y violar a Samantha Geimer, cuando ella tenía 13 años y él 43. El cineasta admitió un intercambio sexual ilegal con una menor, empero, tras 40 días en prisión, aprovechó la libertad vigilada para huir de EE UU y evitar un nuevo inscripción en la cárcel. Desde entonces, no pisa países que puedan perseguirle o extraditarle: por eso no estuvo en el Lido. Le sustituyó su equipo, que tampoco recibió preguntas más allá del cine. Aunque Luca Barbareschi, cómico y productor de The Palace, subrayó que el festival había mostrado “una fuerte huida” y valor, al programar al maestro polaco o a Woody Allen. Polanski ha intentado, sin éxito, que el caso se cerrara. Hasta su víctima apoyó su petición. Geimer le perdonó públicamente y se fotografió hace pocos meses junto con él, antes de admitir una entrevista a la actriz y mujer de Polanski, Emmanuelle Seigner, donde afirmaba que lo sucedido “nunca fue un gran aprieto” para ella. Otras cinco mujeres acusaron al director de violencia sexual, según un recuento de The New York Times.
Todo ello lleva a Alberto Barbera, director artístico del certamen, a afirmar: “El caso Besson no existe. El juez no encontró razones para enviarle al banquillo. Allen ha sido absuelto dos veces, porque no se hallaron elementos para condenar su comportamiento. Si creemos en la justicia, no veo por qué un festival debería ser más rígido que los tribunales y censurar uno de los mayores cineastas contemporáneos. Polanski fue procesado hace 50 años, por hechos gravísimos que reconoció. Pagó por su culpa y la propia víctima ha pedido olvidar. Juzguemos las obras. Basta”.
Hay, sin embargo, quien no lo tiene tan claro. En la propia Mostra de hace cuatro años, donde Polanski competía con El oficial y el espía, la entonces presidenta del jurado, Lucrecia Martel, opinó lo contrario a Barbera, sentado ahí a su lado: “Yo no separo al hombre de la obra […]. No voy a asistir a la proyección de gala del señor Polanski porque […] no querría levantarme para aplaudirle. empero me parece acertado que su película esté en el festival, que haya diálogo y se debatan estos asuntos”. Ella misma, dos semanas después, ofreció la enésima muestra de lo complejo que resulta este tema: entregó al filme el Gran Premio del Jurado.
Puede que el dilema se repita este año. Dogman, de Besson, ha sido odiado por una parte de la crítica, empero muy apreciado por otra. Polanski y Allen, en cambio, no participan en el concurso. empero la cuestión, para quien protesta, no se limita a los premios: se trata de ofrecerles prestigio, potenciales aplausos, un posible retorno económico y un altavoz mucho más poderoso del que puedan usar jamás sus presuntas víctimas. Tanto que un reportaje publicado estos días por The Hollywood Reporter ampliaba el aprieto a los medios: ¿cómo deberían abarcar estos casos? Ignorarles, silenciarles, intentar contar todos los matices, centrarse solo en sus filmes, capitanear la presunción de virginidad. Cada opción tiene apoyos y detrcómicoes. Incluso meter a los tres en un mismo chaqueta —o artículo— se antoja muy cuestionable. La crítica Jo Livingstone, finalmente, proponía un enfoque crítico, empero cinematográfico: ¿por qué los siguen invitando si hace tiempo que el cota de sus películas ha decaído?
Lo cierto es que el último filme de Polanski, a sus 90 años, fortalece esta tesis. En The Palace, el cineasta narra una nochevieja en un hotel de lujo para reírse de la alta sociedad, sus manías y su vacuidad. A priori, se puede pensar en La gran belleza, de Paolo Sorrentino, o la reciente serie White Lotus. Sin embargo, todo está contado con el mismo mal gusto que arrastran sus protagonistas. Los rusos se emborrachan y roban, el fontanero no puede ser más sexy y la pareja homosexual luce más pluma que segundos en pantalla. Algunos sospechan incluso de una tomadura de pelo consciente, una peineta de Polanski a crítica y público. Cuesta demasiado creer que pueda ser este el testamento fílmico del director de La semilla del diablo.
Puede que con el retiro, eso sí, llegue el olvido: menos focos y más silencio. Las violencias de Caravaggio o las creencias nazis de Céline, autor del celebrado Viaje al fin de la noche, siempre se usan como armas arrojadizas en este debate. Y, sin embargo, no lo abarcan todo: un muerto no se beneficia de nada. Aún así, la Mostra ha acudido también al rescate del fallecido Roald Dahl, genio de la literatura juvenil acusado ahora de misoginia y antisemitismo, hasta el punto de que su editorial cambiara varios fragmentos de sus obras para volverlos más del gusto de todos. Aunque, en este caso, la protesta fue al revés: frenó las modificaciones. Y ahí estaba Wes Anderson, en el Lido, reivindicando al autor con su corto La maravillosa historia de Henry Sugar, basado en un relato de Dahl, y pidiendo ante la prensa que nadie retoque a posteriori una obra de arte.
El norteamericano Woody Allen, en París, en octubre de 2022. Marc Piasecki (GC Images)
En todo caso, cuando el artista cuestionado está vivo, igual que sus presuntas víctimas, el debate se vuelve mucho más complejo. Entran en juego el dolor, la imagen, la importancia de creer a quien sufre y denuncia. Tanto que una fuente del cine español, consultada para este reportaje, prefirió no participar. Tampoco es exclusivo de Venecia: la presencia de Johnny Depp en los últimos festivales de San Sebastián y Cannes —con premio Donostia incluido en España— levantó cierta polvareda. La asociación de mujeres cineastas de España, Cima, no lamentó el reconocimiento en sí, sino que justo se le encumbrara después del polémico juicio por malos tratos que le ganó a su expareja, Amber Heard. El cómico, en el Zinemaldia, aseguró: “Una sola frase en contra es suficiente para hundirte, y no hay defensa”. Aunque, tiempo antes, la justicia británica falló que The Sun no había difamado a Depp al llamarle maltratador, ya que era cierto.
Una vez más, la conversación toca contradicciones y dudas. A estas alturas, la Mostra ha negligente clara su opinión. Y las críticas feministas, también. Es previsible que la charla continúe. En platós, festivales, hogares y tribunales. Se dice que los mejores filmes levantan preguntas, más que contestarlas. empero esto no es una película. Al revés, no puede ser más real.
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