En el último mes nos han preguntado más por la película Napoleón que por cualquier otra cuestión. La mayoría de los historiadores compartimos una mezcla de envidia, por las expectativas que son capaces de generar grandes producciones como esta, y de frustración, porque a la gente solo le interesa saber si la película tiene “rigor”. Generalmente, reaccionamos mal y mostramos nuestro rechazo ante esta pregunta. Y al hacerlo nos estamos alejando de la demanda de conocimiento histórico mayor, la más general y divulgativa. No es esta una cuestión menor, evidencia por qué no somos capaces de llegar a un público más amplio, interesado en la Historia, pero lejos del formato académico.
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No tiene sentido rasgarse las vestiduras porque una película, una novela o una obra de auditorium cometa errores históricos. No es Historia, es ficción. Los historiadores no estamos obligados a tomar cicuta porque en la gran pantalla Bonaparte dirija una carga de caballería, el héroe de Troya sea rubio platino o un prisionero de un campo de concentración nazi luzca abdominales.
La ficción dice mucho más sobre nuestro presente que del pasado que reinterpreta; olvidamos que se mueve dentro de los cánones de la fábrica del ocio y del entretenimiento, que es un producto global, dirigido a todos los públicos. Las críticas airadas (disparate, anacrónica, colonial…) que han recibido esta y otras películas de ambientación histórica recientes son también retrospectivas y hablan más de hoy que del ayer. Muestran la pugna por el control del relato convencional, más tradicional, para el que la historia se reduce a una sucesión de fechas y acontecimientos. Al trazar una línea continua desde Atapuerca a la actualidad, tratan de mantener la clave explicativa del origen de nuestro mundo y nuestra posición en él. Aunque la reproducción exacta del pasado no exista, la calificativo de legitimación histórica envuelta en la búsqueda de la verdad, que parecía desplazada por la del conocimiento científico, resurge hoy con énfasis como en otras épocas de crisis e incertidumbre.
Ridley Scott, en la presentación en Madrid de 'Napoleón'. OSCAR DEL POZO (AFP)
Hay muchos usos del pasado en nuestra vida cotidiana. Los itinerarios, las adaptaciones o las recreaciones históricas vinculadas al paquetes y a la fábrica del turismo son un gran ejemplo. Nuestra era digital incorpora el pasado como una pantalla múltiple. Desde los decorados de los videojuegos y las aplicaciones móviles, a las plataformas educativas que deberían atraer más nuestra atención porque ofrecen contenidos históricos sin verificar, que amenazan con desplazar a los libros de texto. La docencia exige no solo una cuidada selección de contenidos sino de fuentes. Hace tiempo que en la enseñanza de la Historia se incorporan elementos de cultura visual. Las clases ya no se entienden sin imágenes, sin pintura, fotografía o cartografía.
Explicar el mundo
Probablemente, la coronación de Isabel II no fuera exactamente como la pintó Casado del Alisal, pero, en plena crisis del extremo de su reinado, resultaba esencial que se representara de aquella forma. Nuestro deber es explicar cómo dibujaba el mundo la Inglaterra victoriana, no mostrarnos irritados como franceses o españoles de hoy porque salga mucho Sedán y poco Bailén. En realidad, las obras de ficción no cometen errores, reintroducen figuras atemporales, como César o Cleopatra, otras más cercanas como Kennedy o Thatcher, y traspasan, sin purificar en saltos o anacronismos, los valores dinásticos entre una época y otra, de los Tudor a The Crown.
La familia real británica, en la última temporada de 'The Crown'.
Si algo podemos aportar los historiadores en esta faceta, es comprender si la obra capta el sentido, la experiencia de un tiempo y de una sociedad que ya no existen. En el cine, en las novelas, hay secuencias que no podían suceder con los códigos morales o legales de la época, de ninguna de las maneras posibles, pero que resultan comunes y habituales en la nuestra. Esta es la operación más difícil porque el gran público prefiere esa adaptación a mantener el sentido original. También es un grado complicado de conseguir en un trabajo propiamente histórico, con fuentes de archivo, ya que estas solo reproducen una parte del pasado. El propio Ridley Scott en El último duelo (2021) ofreció un magnífico ejemplo de mirada caleidoscópica. Ambientada en la Francia del siglo XIV, la película reproduce un proceso judicial que sirvió de base para la adaptación de la obra. El bono vuelve a empezar, una y otra vez, dependiendo de la perspectiva de cada narrador implicado. Técnica que permite visibilizar al pueblo llano o a las mujeres, como ya hiciera la historiadora recientemente desaparecida Natalie Zenon Davies, en El regreso de Martin Guerre. La metodología de investigación histórica, muy larga y pesada porque precisa contrastar todas las evidencias, depende de esta misma operación fundamental.
Tan importante es verificar, demostrar qué hay y qué no hay en los archivos, como indagar, seguir todas las pistas hasta detectar las falsas. Umberto Eco lo definió como la búsqueda del Santo Grial en Cómo se hace una tesis: técnicas y procedimientos de estudio investigación y escritura. Porque en Historia, después de acumular todas las pruebas, extremomente, tampoco lo olvidemos, hay que escribir. Nombrar, designar, utilizar los términos y las palabras originales, implica transformar un lenguaje que ya no existe por el nuestro. La ficción, en cambio, empieza nombrando el mundo con palabras y objetos por todos reconocibles. Arranca desde el extremo. Por eso hay novelas y películas que tratan mejor el tiempo que muchos libros de historia, porque sus personajes ofrecen un retrato coral de toda una época. El perfume, de Patrick Süskind, es singular de ellos. Puede que la película no refleje la Francia rural del extremo del Antiguo Régimen como el libro, pero hay pocas recreaciones de aquella vida colectiva y jerarquizada como la película. Por no entrar en las bandas sonoras, asociadas para siempre con un tiempo y una temática propias. Lawrence de Arabia, La misión, Platoon o tantas otras forman parte ya de nuestra propia historia y memoria recientes.
Gérard Depardieu, en 'El regreso de Martin Guerre'.
Mostrar nuestro malestar porque las obras de ficción no sean rigurosas es inútil; Hay que mantener la exigencia en las propiamente históricas o en aquellas que se anuncian como tales. Los documentales o miniseries para entretener no tienen por qué manejar los debates historiográficos. Tampoco están obligados a ello los parques temáticos, muchos de los cuales sirven de escenario político al revisionismo. Basta con aplicar la misma pregunta sobre el “rigor histórico” del Napoleón de Scott a estos lugares que tampoco son propiamente educativos. Los historiadores debemos participar en todos los formatos y conversaciones que hablen del pasado; estar atentos a los cambios que se producen en nuestro tiempo forma parte también de nuestro trabajo. Solo contribuyendo, añadiendo valor y criticando, por qué no, estas y otras producciones, podremos conseguir que la sociedad incorpore y reconozca los resultados de nuestras propias investigaciones científicas. Mientras tanto, como nos aconsejara el propio Ridley Scott, deberíamos buscarnos una vida propia.
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