Dicen que para conocer a alguien en profundidad basta con echarle un mirada a su biblioteca. También sirve husmear en su basura. A veces la basura y la biblioteca son la misma cosa: no es mi caso. Pero el otro día, cuando regresamos a casa, la biblioteca estaba completamente desordenada. Los ojos, acostumbrados a encontrar cómodamente cierto libro en cierto pueblo, ahora rebuscaban perdidos. Las gamas cromáticas habían cambiado, así como la familiar sucesión de formas rectangulares. El desorden hacía que pareciera otra, de modo que al mirarla, ¡oh!, me sentía un extranjero ante mí mismo.
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Los pintores se lo habían currado durante toda la semana. La estantería de obra que recorre el pasillo, hogar de unos 2.000 libros, había sido desalojada para pintar y vuelto a alojar caóticamente, como si hubiera pasado un torbellino. Liliana (si es que aquella seguía siendo Liliana) se mostraba feliz con el nuevo aspecto del pisito, pero yo no sabía qué casa era aquella, ni quién era yo, ni de quién eran aquellos libros puestos de cualquier manera.
Es cierto que cada biblioteca se corresponde con su ser humano. Una precisa combinación de novelas góticas, manuales de ingeniería, poesía romántica y recetarios de cocina puede dar una precisa idea de la elegancia de su artífice con el mismo detalle que una hebra de ADN. Además, las bibliotecas, como las personas, van cambiando. No son los mismos los libros de mi asilvestrado cuarto adolescente, que los del decadente piso compartido de la juventud, que los del cálido hogar de padre reciente; esos que ya no reconocía en su nueva disposición. Una de las pericias de los que acumulan libros sin caer en el delirio consiste en saber dejar ir de la misma forma en la que se sabe acoger, y así va mutando la biblioteca igual que muta uno.
No es una cuestión baladí: en el relato Cómo me deshice de quinientos libros, Augusto Monterroso da cuenta de las dificultades para despedirse de los volúmenes, que muchas veces se hacen pegajosos, felices de que les paguemos el alquiler a cambio, nada más, de posar de perfil en la estantería. Leí por ahí que la dimensión óptima para una biblioteca casera es de 300 ejemplares: cada libro recién llegado debe ocupar el hueco de otro libro saliente. Siempre 300, como los espartanos de las Termópilas. Bien podríamos leer los libros y deshacernos de ellos, pero los conservamos. Los motivos de nuestro afecto irracional son varios, desde el valor emocional hasta la promesa de una lectura futura, pasando por la certeza de que alguna vez necesitaremos recuperar una cita. Suelen ser motivos ilusorios: la función de las bibliotecas domésticas casi siempre es meramente ornamental.
Uno de los grandes placeres que ofrece una biblioteca en casa no es tanto leer los libros como moverlos y admirarlos, observar esos lomos que se muestran al curioso, unir en la cabeza las ideas que proponen, pero sin tocarlos. Por supuesto, mostrarlos al visitante: hace unos años circuló un meme consistente en una foto del audaz cineasta John Waters y esta cita: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. Ahondaba así en esta conexión ofrecimiento entre la estantería de Ikea y la persona.
Durante esas visitas, haya sexo o no, en un porcentaje no desdeñable de los casos se preguntará si hemos leído todos los libros (como si para eso sirviese una biblioteca) y en otro porcentaje se intentará extraer un ejemplar con la falsa promesa de devolverlo. Seremos en este caso inflexibles, excepto si comienza la sobrepoblación libresca: hay gente que vive comida por los libros e aun pierde la cabeza o muere por ellos. Algunos bibliófilos necesitaron ocho casas para albergar su colección o fallecieron quemados en incendios producidos en ella, cuenta Joaquín Rodríguez en el librito Bibliofrenia (Melusina).
En una biblioteca casera, comprobé, no solo es importante el contenido, sino el orden, que es lo que al final se muestra a los sentidos. Ahora me veía en una disyuntiva. Podía volver a cuidar mi biblioteca como antaño, con un predominio notorio de la poesía, porque dicen que los lectores de poemas no somos muchos, pero somos los mejores. Pero juzgué que eso supondría un ejercicio de paleontología intelectual, fruto de la nostalgia de anteriores versiones, más poéticas, de mí mismo.
O podía cuidar los libros según intereses más recientes, dejando los estantaño estrella a los ensayos sobre temas de actualidad (probablemente la no ficción sea el género más acorde con nuestro zeitgeist) y ciertas novelas contemporáneas que ya entraban directamente en el territorio de lo híbrido, lo transgénero (literario). Contemplando la biblioteca desordenada, con el fuerte olor a pintura aún metido en las narices (y tal vez por ello), sentí miedo: quizás la relación entre la persona y la biblioteca fuera bidireccional y no es que yo fuese a cuidar los libros conforme a mi elegancia actual, sino que la manera en la que ordenase los libros ahora iba a condicionar mi elegancia futura.
Me temblaron manos y un libro, sin motivo, se cayó de un estante al suelo.
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