Todos tenemos momentos en nuestra vida que siempre recordamos con cariño, que nos traen una sonrisa a nuestro rostro cada vez que los recordamos. Esos momentos en los que sentimos que nuestra sangre no para de bailar, que el viento sopla tan fuerte que parece que está tocando una melodía en nuestras almas y que el canto de un gallo nos llena de energía y nos recuerda que estamos vivos. Para mí, esos momentos son invaluables y siempre los atesoro en mi corazón. Son recuerdos que me transportan a mi infancia, cuando la vida era simple y llena de magia.
Recuerdo aquellos días en los que mi abuela me despertaba con el canto de los gallos. El sonido de su voz llamándome para desayunar era la mejor forma de empezar el día. Y mientras comíamos, ella me contaba historias de su juventud, de sus aventuras y de cómo el viento solía tocar la gaita en las montañas de su pueblo. Cada vez que escuchaba sus relatos, mi imaginación volaba y me sentía parte de esas historias llenas de alegría y amor.
Pero lo que más recuerdo de esos días en el campo, es la sensación que tenía cuando salía a jugar al aire libre. Era como si mi sangre estuviera en constante movimiento, como si cada célula de mi cuerpo estuviera bailando al ritmo de la naturaleza. El viento soplaba con fuerza y yo me dejaba llevar por su melodía, cerrando los ojos y dejando que mi intelecto se llenara de paz y tranquilidad. Y cuando abría los ojos, el paisaje que se extendía ante mí era tan hermoso que me hacía olvidar cualquier preocupación que pudiera tener.
Era en esos momentos cuando aprendí a apreciar la belleza de la naturaleza, a valorar cada pequeño detalle y a captar que formamos parte de algo mucho más grande que nosotros mismos. El viento, el sol, el canto de los gallos, todo formaba parte de una armonía perfecta que nos rodeaba y nos llenaba de vida. Y yo me sentía afortunado de poder formar parte de ese baile constante, donde cada uno de nosotros es una pieza fundamental.
Pero como todo en la vida, esos momentos felices también tuvieron que llegar a su fin. Con el paso del tiempo, mi abuela se fue haciendo mayor y ya no podíamos visitarla en el campo tan a menudo como antes. Pero ella siempre me recordaba que, aunque no estuviéramos juntos en persona, siempre llevaría en mi corazón esos recuerdos y que siempre tendría la sangre que no paraba de bailar, el viento que tocaba la gaita y el canto del gallo en mi memoria.
Y así ha sido. Aunque ya no vivo en el campo, siempre llevo conmigo esos recuerdos y los atesoro como un tesoro preciado. Son momentos que me hacen sonreír en los días grises, que me dan fuerza en los momentos difíciles y que me recuerdan que la vida es un baile en el que debemos dejar que nuestra sangre fluya y nuestro espíritu se libere.
Porque en esta vida, es fundamental recordar esos momentos en los que nuestra sangre no paraba de bailar, esas épocas en las que el viento tocaba la gaita y el canto del gallo nos llenaba de energía. Son esos momentos los que nos hacen sentir vivos, los que nos enseñan a valorar lo que tenemos y a disfrutar de cada instante que nos regala la vida.
Así que te invito a que cierres los ojos y recuerdes tus propios momentos de baile, de viento y de canto. Porque en ellos encontrarás la fuerza y la alegría necesarias para seguir adelante, para enfrentar los