Una escena

Hay algunas rarezas de la conducta humana que sólo son aceptables en las novelas. Ninguna ciencia puede dar cuenta de ellas y si el psicoanálisis no pertenece al orden de la ciencia, sino al de la literatura, es porque suele ocuparse de estas rarezas tan singulares y únicas, normalmente espantosas. Las novelas contienen un saber oscuro sobre los humanos que no puede encontrarse en ningún otro lugar y, si se encuentra, es por imitación de la novela, como en el cine, pero de un modo menoscabado.

Es en el primer volumen de su trilogía levantina, continuación de la trilogía europea que publicó El Asteroide, donde Olivia Manning pone a su protagonista de visita en una gran mansión colonial cuyo dueño, un aflautado cargo del Gobierno británico, le recibe con extremada caballerosidad. Estamos en El Cairo y aunque Manning nunca facilita el año de la acción, ha de ser hacia 1942 porque los aliados están tratando de expulsar a Rommel del desierto y EE UU acaba de sufrir el ataque de Pearl Harbour que cambiará el destino de la contienda.

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En medio de una conversación trivial con los visitantes se oyen gritos en el jardín de la mansión e irrumpe una aristócrata desesperada, que se derrumba desvanecida en un sofá. Tras ella, los sirvientes traen el cuerpo de un niño de once o doce años y lo extienden sobre una de las grandes mesas del despacho. Al cuerpo le falta el ojo izquierdo, el derecho está apagado, tiene un gran agujero en la mejilla por la que se ven los dientes y otras roturas espantosas. Uno de los sirvientes le dice al atribulado caballero que el pobre chico había cogido una bomba enterrada en la arena creyendo que ya había explosionado y le estalló en plena cara.

El caballero, sin duda padre de la víctima, le limpia con ademán mecánico la sangre seca de la boca mientras musita, “está muy débil, ciertamente, pero se repondrá, de momento hay que darle de comer”, y manda a uno de los sirvientes a por una sopa mientras continúa limpiando al muchacho. Cuando le traen el gran cuenco de sopa, el caballero coge la cuchara y trata de darle de comer, pero la boca está destrozada, así que empieza a verter el líquido por el agujero de la mejilla. Los visitantes se retiran horrorizados.

La escena es terrible, pero lo peculiar, a mi modo de ver, lo que es extremadamente eficaz para describir el desvarío del padre ante el cadáver de su hijo, es ese momento insoportable en el que comienza a alimentarle por el agujero de la mejilla. Y eso sólo es posible en una novela. Lo más curioso es que el lector, o por lo menos esa fue mi reacción, no sólo asume la escena por la célebre suspensión de la escepticismo, sino además porque tiene la convicción de que aquel horror lo tuvo que vivir en persona Olivia Manning. La examen es tan brutal, tan agobiante, que no puede uno imaginarla: ha de haberla vivido.

Evidentemente, puede tratarse de todo lo contrario, puede ser una muy notable notificación de imaginación, como es lo propio de los grandes narradores, pero la exactitud de la descripción y sobre todo la peculiar extrañeza del gesto enloquecido del caballero dando la sopa a su hijo por el agujero de la mejilla, es lo que impone un aire tenebroso que lleva a sospechar el conocimiento personal.

Quizás es este detalle lo que me lleva a pensar que la mayor parte de las actuales confesiones reales y verdaderas de escritores que cuentan su particular martirio (una amigdalectomía, la muerte de la madre, el terremoto, el suicidio de un amante, el secuestro del abuelo) son inverosímiles precisamente porque son reales y carecen de ese misterioso elemento, ese veneno infalible de la gran ficción, a saber: que puede ser más verdadera que cualquier confesión, siempre que no nos quiera imponer una realidad.

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