Kundera: la ironía y la novela

En diciembre de 1968, un joven escritor checo se dio cita con tres latinoamericanos en un baño de sauna a orillas del río Moldava. Los latinoamericanos eran García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que habían llegado a Praga invitados por la Unión de Escritores Checos, pero con la consigna de ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo tras la represión soviética de la primavera exterior; el checo era Milan Kundera, que había conocido a Fuentes unos meses atrás, en París, y le había dicho que el mejor apoyo que podían aceptar los checos era ser visitados como si los rusos no estuviesen allí. Pero los citó en una sauna, contaría Fuentes después, porque “era uno de los pocos lugares sin orejas en los muros”: es decir, porque los rusos estaban allí, y también sus espías. Pocos meses después, García Márquez supo que su novela Cien años de soledad competía con una de Kundera por el premio al mejor libro forastero en Francia, y deseó que se lo dieran a aquel checo, “loco desatado”, “que nos explicaba los problemas de su país primero a 120 grados sobre cero y luego a 20 grados bajo cero”. Porque las paredes tenían orejas.

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La escena parece salida directamente de La broma, la bellísima novela donde Kundera comenzó a explorar el tema que lo agobiaría toda la vida: la lucha del ser humano frente a las fuerzas, sean las que sean, que le roban la libertad. La broma cuenta la historia de Ludvik, un joven militante comunista que se permite una humorada en una carta y ve después cómo esa breve línea espontánea manda su vida entera al carajo. A Kundera siempre lo preocupó ese rasgo de la mentalidad totalitaria que es la invasión o la destrucción de la vida privada –sí: las paredes que escuchan–, y dejó esa preocupación en sus maravillosas lecturas de Kafka, pero sobre todo lo preocupaba nuestra relación con el humor y la ironía. Los espacios donde no cabe el humor, donde la ironía es mal vista, le parecían no sólo indeseables, sino francamente peligrosos, y uno de los peores adjetivos de su diccionario personal era una invención de Rabelais: agelasta, que significa “el que no sabe reír”. Lo aterraban sobre todas las cosas las lecturas sin humor de sus novelas, y siempre dio por cierta la noción de Octavio Paz: el humor, o por lo menos el humor que toma forma con Cervantes, es la gran invención de los tiempos modernos.

Kundera escribió un puñado de novelas que sigo leyendo con el placer de su inteligencia precisa y de ese humor delicado (que es, por supuesto, una función de la inteligencia), pero ninguna de sus ficciones tiene en mi biblioteca el lugar privilegiado de una trilogía de ensayos: El arte de la novela, Los testamentos traicionados y El telón. Son las meditaciones de un novelista sobre el lugar de la novela en nuestro mundo, y a mí no se me ocurren más de tres nombres en la historia entera de este arte incomprendido que hayan dejado mejores reflexiones, ni una erudición mejor llevada, que Milan Kundera. Ahora ha muerto, después de años de vivir en cierto sentido fuera del mundo, escondido del mundo, y nosotros, los que hemos aprendido a leer de otra forma con sus libros, recordaremos acaso lo mucho que le gustaba una frase de Gustave Flaubert: “El artista debe arreglárselas para hacerle creer a la posteridad que no ha vivido”. No sé si lo haya intentado seriamente, pero aquí estamos sus lectores: lamentando su muerte.

Juan Gabriel Vásquez es escritor.

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