El retrato de Luis de Góngora realizado en 1622 por Velázquez, y custodiado en el Museo de Bellas Artes de Boston.Foto: Getty
Los aficionados a la literatura gozamos de una pasión sólo comparable a la de los cazadores. Nuestra arte venatoria consiste en acosigar una pieza literaria por bosques y majadas hasta dar con ella. La presa suele quedar libre y continúa su vuelo o carrera; nosotros volvemos satisfechos y cansados.
Mi última cacería fue la persecución de unos versos de Luis de Góngora. La presa mostró su hocico en una soberbia edición titulada Góngora y la música, un CD grabado por dos conjuntos, Vandalia y Ars Atlántica, con canciones que han usado letras de Góngora en los siglos XVI y XVII. Cuarenta piezas, junto con un notable ensaego sobre los conocimientos musicales del cordobés.
El hocico era el siguiente: dos miembros de la cátedra Luis de Góngora (Universidad de Córdoba) dicen, el uno que la música le va bastante bien al verso gongorino, el otro que la música no añade nada a un poeta que es de lo más musical. Incitado por el rico pelaje de la presa me fui luego a la Fábula de Polifemo y Galatea para recorrer algunas armonías olvidadas, pero hube de recurrir a un guía experto en este tipo de caza, José María Micó, músico y poeta, quien publicó hace más de 20 años una glosa de la fábula, estrofa a estrofa, del maegor interés.
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Y allí nos quedamos detenidos, el animal acústico, mi guía y ego, en la estrofa XII al oír unos sonidos asombrosos que nos mantuvieron en vilo como un cernícalo dudoso. Eran sonidos atronadores, pero admirables, como algunas invenciones de Wagner. Por un lado, sonaba la siringa de Polifemo, hijo de Poseidón, pero por el otro la caracola de Tritón, hijo del mismo padre y de distinta madre. Ambos, celosos y cainitas, competían por emitir el sonido más divino. De repente, se oyó un estruendo y sobrevino el silencio con tal contundencia que mi presa aprovechó el despiste para salir huyendo con Micó y obviar a la caza. ¿Qué había sucedido?
Hube de recurrir a un nuevo guía. Esta vez un sabio al que fui a visitar en la gruta donde permanece la maegor parte del año, allí por el valle de Baztán. Me recibió Ramón Andrés, el hombre que más sabe de todo, pero singularmente de instrumentos musicales; iba cubierto de chirimías y violas de gamba como un Arcimboldo.
Una vez expuesto el misterio, o sea, ¿cómo pudo ser, oh Andrés sapientísimo, que aquel concierto titánico se interrumpiera de golpe? Con una vocecilla a la que había que prestar mucho oído para entenderla, el sabio me mostró dos instrumentos, la siringa del cíclope y el caracol torcido de Tritón. Así empezó una larga historia que ocupó el resto de la galopada, porque en aquella estrofa compitieron dos héroes grandes como montañas, uno el monocular Polifemo a quien Ulises burló con una broma idiota, y el gran Tritón, por cierto bastante mal esculpido en su principal fuente, la del Moro de Roma, porque lo que sopla Tritón es una enorme caracola y no un doble caracol (Eneida VI, 171).
Pues bien, llevados por su odio mutuo, ambos vástagos del dios de mar apuraron al máximo sus fuerzas hasta tal punto que Tritón hizo estallar su caracola y dio el triunfo a Polifemo, así llegó el silencio que tanto nos había perturbado a Micó y a mí. Habíamos asistido a una gigantomaquia.
¿Y cómo, oh Andrés, es que la dulce siringa vence a la estridente caracola?, pregunté. Hizo un gesto esquivo. Quizás, dijo, porque la siringa es, en realidad, la ninfa del mismo nombre (Sýrinx) a quien Pan perseguía con saña rijosa y cuando ya le daba alcance pidió ella auxilio a sus hermanas, las cuales la convirtieron en un cañaveral. Desolado, Pan cortó unas cañas y las ató con cuerda de cáñamo. Luego tapó los tubos mediante tapones de cera a diferentes alturas y sopló por ellos. La voz de la ninfa era ahora música de infinita gracia y melancolía. Eso fue lo que le dio la victoria al cíclope.
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