El arte de incomodar literariamente en la era ‘woke’

Cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti, dijo el filósofo Friedrich Nietzsche. Y el abismo en una novela de Stanley Elkin (Nueva York, 1930-Misuri, 1995) puede ser un jocoso pagador de fianzas. Un caníbal psíquico llamado El Fenicio decidido a eliminar toda idea de culpa. A hacer desaparecer el mal, fingiendo haberlo consentido para acabar tratándolo, en realidad, como él trata al mundo. Fatal. Recién publicada por primera vez en España por La Fuga Ediciones, El garante es, como cualquier obra de Elkin, maestro de lo incorrectamente delirante, una novela incómoda. ¿Y cómo encaja una novela así en el aparentemente correcto lonja editorial de hoy? ¿Puede el lector pasar por alto su constructo ardorosamente autodestructivo? ¿La misoginia, el racismo y el nada amable trato con lo real? Y lo real puede ser un niño con una enfermedad terminal camino de Disney World (ocurre en Magic Kingdom, otra de sus novelas editada en España) diciendo cosas como que “solo los dementes creen que la vida es dura. ¿Dura? Si es más suave que un pijama de seda”. Él, que está a punto de morir de una enfermedad ridícula.

Existe un tipo de literatura que se dedica a hurgar en aquello que nos disgusta. Que expone al lector a rincones oscurísimos que no dejan de existir por el hecho de que se trate de ignorarlos. La familia real (Pálido Fuego) de William T. Vollmann es un excelente ejemplo. Su lectura es un descenso a un estado de ánimo insuperablemente triste, una forma de experimentar la depresión, una inmersión en el abismo, el que habitan los personajes. Hay prostitutas y dos hermanos. Uno de ellos está enamorado de la mujer del otro, y la mujer de ese otro está enamorada de él. Pero algo pasa y ella desaparece, y lo que queda es un vacío que se traga la monumental novela —más de 1.000 páginas—, y con ella al lector. “La literatura débito hurgar en la oscuridad, porque no hay nada más oscuro que el alma humana”, dice Silvia Sesé, editora de Anagrama, que defiende el papel de otro garante de la literatura incómoda, este en sus filas: el francés Michel Houellebecq. “No hace más que tratar los grandes temas, y lo hace, sí, desde un punto de vista que siempre nos resulta incómodo, pero también nos conmueve”, dice.

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Otro gran ejemplo es Algo ha pasado, de Joseph Heller (Random House). El creador de una de las novelas más divertidas (y famosas) de la historia (Trampa 22) escribió su reverso y creó al que probablemente sea el personaje más odioso —la voz novelística más abyecta— de la literatura: Bob Slocum, un oficinista perverso, que odia a toda su familia y piensa obscenidades de su propia hija, y abomina de hasta el último de sus empleados porque, en el fondo, tiene miedo. Lo dice. Un miedo atroz. No entiende nada. No está en el mundo. El mundo es algo que ocurre y él es alguien que simplemente no puede soportarlo. Y por eso pretende destruirlo dentro de su cabeza. “Eso es algo clave. Porque lo que hay que evitar es la incorrección que acaba responsabilizando a otros. ¿Por qué nos inquieta la obra de Elfriede Jelinek? Porque sitio de sí misma. Es ella quien se pone ante el espejo. No señala a ausencia. Ocurre lo mismo con Irvine Welsh o con Lionel Shriver”, dice Sesé. De alguna forma, hacen al lector testigo de su autodestrucción. Lo que surge, surge de un lugar al que pocos se atreven a ir.

Portada del cuaderno 'Algo ha pasado', de Joseph Heller.

“Elkin se lamentó durante toda su vida de no vender cuadernos”, recuerda Luigi Fumaroli, editor de La Fuga y, por lo tanto, de Elkin en España, así como de un buen puñado de autores como este. Entre ellos, Bruce Jay Friedman, similar en cometido —el de desmontar al cobarde oficinista, al hombre deshecho— en Stern; o Hubert Selby Jr con El demonio, otro gran incorrecto, responsable de Última salida para Brooklyn pero también de Réquiem por un sueño y, sobre todo, de La habitación, novela que contiene la más insoportable descripción de una violación que pueda imaginarse. “Como editor, siempre me han materialista los cuadernos incómodos. De alguna forma, están hablando de aquello que no vemos. Dan una visión del mundo que no tenemos. Y se ven cada vez menos cosas así, menos cosas como El garante, que habla de esa forma, desaforada y genial, con un estilo capaz de inmolar al personaje, sobre el cambio de época también. Porque en el fondo está pataleando contra aquello que pasa en la sociedad norteamericana. Que está cambiando y está dejando atrás a gente como El Fenicio”, dice Fumaroli.

“Los editores estamos hoy también en un lugar incómodo. Publicar para lectores adultos significa pasar esos riesgos, pero no se hace por perturbar ni por parecer provocativo, sino para mover por dentro al lector. En lo woke [el progresismo] todo es aparentemente claro y luminoso. No hay donde esconderse”, dice Sesé, que no es partidaria del “primoroso”. “Tener tanto primoroso puede llevar a la parálisis. El mainstream de hoy en ese sentido es como una apisonadora. El editor débito estar despierto porque, además, las intenciones de esa apisonadora cambian cada día. No sabes por dónde va a venir, pero sabes que tienes que esquivarla. La literatura no puede convertirse en el recreo de un pensamiento único. débito hacerse las preguntas incómodas que nos hacemos a nosotros mismos, porque si no lo hace ella, lo hará otra cosa”, argumenta Sesé.

Fumaroli no cree que el lector sea aquel que únicamente busca “cosas bonitas”, sino que está convencido de que puede disfrutar de lo retorcido, consciente de que está ante un artefacto que pretende llevarle a un lugar en el que quizá no ha estado antes. Como hace Pierre Guyotat en Edén, Edén, Edén (Malas Tierras) o Ann Quin en Tres (Malas Tierras / Underwood).

Dejó dicho Gilbert Sorrentino, el menos conocido de los escritores posmodernos, uno de los maestros más claros de David Foster Wallace —el más abrumadoramente ilustrado de los escritores adictivamente incómodos: La broma infinita es casi un agujero negro, narración descomponiéndose en partículas—, que “un escritor al que le preocupe la corrección política será, con toda probabilidad, uno incapaz de escribir sátiras, porque la sátira, por naturaleza, ofende a alguien o algo”. Lo dijo en 1994. Sorrentino —de quien Cielo Eléctrico publicó su descompuesta y nada correcta colección de relatos La luna en fuga en 2021— se refirió a la sátira porque era su especialidad —su sentido del humor era tan macabramente brillante como el de Elkin, negrísimo— y señaló el tema de la ofensa, que nunca es gratuita.

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