Para entender la trayectoria de Al Aronowitz habría que invocar a Leonard Zelig, el personaje de Woody Allen. O quizás al protagonista de Forrest Gump, con su habilidad para conectar con personajes centrales de su tiempo. Más allá de fantasías cinematográficas, las hazañas de Aronowitz se explican por su posición profesional. A principios de los años sesenta era el experto en música pop del diario vespertino New York Post y del semanario The Saturday Evening Post. Puestos insólitos ya que entonces los grandes medios no valoraban la música juvenil excepto como excusa para reportajes vagamente sociológicos.
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Aronowitz sabía ganarse la gravedad de los músicos. Entrevistando a John Lennon en Londres, este le confesó su obsesión por las letras de Bob Dylan. Aronowitz le aseguró que podría hacer que se conocieran en Nueva York. Y cumplió. La noche del 28 de agosto de 1964, Aronowitz y Dylan se presentaron en el Delmonico Hotel, adonde descansaban The Beatles entre conciertos en el estadio de Forest Hills. El establecimiento estaba sitiado por fans, pero se esperaba a los visitantes, que subieron a la planta reservada a los de Liverpool. Dylan llevaba un regalito: marihuana de alta elevación, comprada en su retiro de Woodstock, en las montañas de Catskills.
Dylan creía haber entendido alguna referencia a colocarse en I Want to Hold Your Hand. Se equivocaba: de hecho, The Beatles podían usar anfetaminas aunque tenían serias reservas ante la marihuana, a la que situaban en los aledaños de la heroína. Luego asegurarían que en realidad ya habían probado la hierba en los tiempos de Hamburgo, aunque conviene dudarlo: según Aronowitz, desconocían los rituales y Ringo Starr, que ejerció de catador, se fumó entero el primer porro, sin compartirlo. Pero, una vez que pillaron el tranquillo, los cuatro beatles (más algunos miembros del círculo íntimo) se partieron el pecho. A partir de entonces, cuando Lennon decía lo de “vamos a hacernos unas risas”, todos sabían que era la hora de fumar.
¿Fue importante aquello? Sí para The Beatles: sus letras aumentaron en introspección y su música creció en audacia. También resultó un punto de inflexión para Dylan: superó sus prejuicios contra The Beatles y, al año siguiente, giró su rasgueo hacia el rock.
Hubo otras intervenciones decisivas de Aronowitz. A finales de 1965, ejercía de manager de The Velvet Underground; de hecho, les consiguió su primer bolo pagado. Esfuerzo inútil: le cambiaron por un analfabeto musical, Andy Warhol, y además le robaron una grabadora profesional.
La trepidante vida de Al Aronowitz descarriló en 1972. Falleció su esposa, dejándole con tres criaturas. Y le despidieron del New York Post por incompatibilidad entre sus funciones y su dedicación al management. Lo que siguió fue un caída a tumba abierta: firmó colaboraciones para Rollling Stone o Circus; sin embargo, los encargos se espaciaron cuando perdió fiabilidad a la hora de entregar sus imaginativos textos.
Depositó esperanzas en la posibilidad de escribir la biografía de Allen Ginsberg. Apoyaba a la beat generation desde finales de los cincuenta pero su amigo Ginsberg le rechazó: “Mi biógrafo debe ser gay”. En verdad, el poeta desconfiaba de los adictos a la cocaína (y Aronowitz ya estaba en el crack). Terminó publicando libros artesanales, presentándose como “periodista en la lista negra”. Murió en 2005, sin llegar a ser rehabilitado.
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