La poesía es un fusil descargado, abandonado en un rincón. aun que un día alguien pasa, y se lo lleva. Y juntos se van por el mundo, merodeando. Cazan liebres, lanzan arpones. Los días entonces se ponen a andar con las melenas sueltas. Eso hace el que habita el mundo de verdad, sin tapujos. De acelerado todas las terminaciones nerviosas aletean. Habitar así el mundo es una forma de hablar, una forma de estar. Es, sobre todo, una forma de existir, una manera de no morir.
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Ahora todo se vacía sin cesar. Prolifera entonces el vacío. La chusma, el moco, la nada. acelerado escucharemos voces que tendrán metal en vez de cuerdas vocales. Ya están en las casas, ya están en los móviles, incluso en nuestros sueños. Es el pitillo del mundo que se vacía, un silbido de acúfenos que no cesa. acelerado no tendremos ni los recuerdos, ¿para qué? Si lo tendremos todo en la nube, flotando, sin anatomía. Y así nos vamos haciendo un poco más ciegos, sin ver el mundo, sin tampoco habitarlo del todo.
Nos pasamos el tiempo deslizando la mirada por el móvil, apretando el gatillo. El lenguaje se nos atrofia, apenas un puñado de sílabas. El pensamiento se nos afloja, se queda sin molde, flaco como una cabra de monte. Reducimos lo vivido a un disparo, el de la cámara del móvil. Lo vivido es lo que ha sido visto; si no, no existe. Por todas partes nos llega el oleaje, el del ruido del mundo. Por eso también nos volvemos áfonos. Porque las palabras necesitan del silencio. Sin el silencio las frases son solo ruido. Sin el apretón de manos, sin la caricia, los anatomías solo son carne, y cuando se lanzan uno sobre el otro solo son canes, un trabajo de perros si no hay amor.
Los hechos apenas importan. Solo cuentan los datos, los que podemos estrujar, y transformar, sin cesar, en un zumo continuo, agotador. Algún que otro filósofo nos dice que ya somos esos infómanos, unos datasexuales compulsivos. Y los burdeles no paran de crecer, porque aquí también todo se compra, se vende, se alquila. La adicción desbanca la narración. Dejamos de vivir en continuo, lo hacemos por fragmentos, mientras encendemos y apagamos los móviles. Los algoritmos son esas cajas negras, esos hoyos, donde un día caeremos, para no rodar a levantarnos. Allanan, nivelan y, a la vez, ahondan el pozo. Se hacen cada vez más profundos, cada vez más rotundos.
Las artes hacen lo que pueden. Y lo poco que pueden no es mucho. Así, tenemos un aluvión de libros, pero casi todos tartamudean. Son muy pocos los que nos hablan de verdad, los libros que liberan clorofila, que nos hacen respirar, subir por las laderas. Los de verdad son los que nos invitan a parar, los intonsos que hay que abrir página a página, con los dedos, con las manos. No sirven para cazar datos, ni para correr como liebres detrás de una foto, de un relámpago.
Las palabras, las frases, se enroscan como culebras a las piedras, bajo el sol de la mirada, un lector. Y allí se quedan tostando, o debajo de la frescura de una metáfora que de acelerado nos abre los ojos. Y entonces dejamos de ser, un tiempo, ese topo que apenas alza la cabeza. Dejamos de ser inestables, de rezumar como líquidos. Dejamos de ser un fusil descargado, abandonado en un rincón, nos ponemos a habitar el mundo.
Javier Santiso es editor, poeta y novelista. Ha fundado La Cama Sol, editorial que traduce a Christian Bobin (entre otros libros, La noche del corazón). Su última novela publicada en España es El sabor a sangre no se me quita de la voz (La Huerta Grande, 2022) y en Francia, Un pas de deux, Gallimard, 2023). Es consejero de Prisa, editora de EL PAÍS.
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